La vida como la conocía le parecía un asco y decidió ir más allá. El siglo de las Luces y el Romanticismo decimonónico dejaba paso al París de los decadentes. Ese era su verdadero Yo, aunque pareciese un ferviente religioso y un escritor muy prudente y respetado, en el fondo era lascivo y se moría por escribir los horrores que su alma negra y su cerebro podrido querían gritar a todos esos nauseabundos recatados con donaires de modernos y sus estúpidos textos mojigatos que no escandalizarían ni a la monja superiora del convento del Saint-Sulpice.
En aquella época París se había llenado de nuevas ideas y de aires orientales: magia, exotismos, especies y bebidas exóticas, caras exóticas, lenguas imposibles y costumbres bárbaras a los ojos de los anticuados Clasicistas que se obstinaban en continuar la escuela de ideas caducas matando el alma y la expresión de un pueblo maltratado por la Guerra, las enfermedades y sus propios horrores internos que lo asfixiaban y ahora clamaba libertad deseosos de abrir sus corazones al aire fresco que traía oriente y su liberadora cultura. Charlie Baudelry era hijo de una buena familia y había sido educado con extremada exquisitez en las humanidades. Era un alumno modélico: inteligente, educado, elocuente, muy ducho para los idiomas, dominaba a la perfección las lenguas clásicas, la retórica, la gramática y el arte de componer versos con una exquisitez y una sensibilidad que hicieron de él un muchacho muy talentoso que pronto se destacó de sus compañeros de promoción en el colegio y fue galardonado con infinidad de premios y consideraciones. Su madre enviudó cuando el chico tenía sólo cinco años por lo que quizá pecó de sobre-protección y de una extremada rigurosidad con el muchacho al que no le permitía excesos de ninguna clase, siempre le obligaba a asistir al servicio religioso semanal, a estudiar sus lecciones hasta que se las recitaba palabra por palabra y asearse varias veces al día, siendo uno de los chicos más brillantes, de mente y de cuerpo, del quartier donde habitaba la familia Baudelry.
Charlie como todo adolescente sobre-protegido y consciente de su don para las letras empezó a frecuentar los locales bohemios donde veía y oía cosas que hasta el momento había ignorado se le abrió un mundo nuevo y desconocido que le atraía irremediablemente. Un día, salió de casa muy enojado por culpa de su madre y de sus estrictas normas que parecían coartarle la poca libertad de movimientos y la preciada intimidad que todo adolescente anhela. Con los ojos llorosos, decidió cruzar el umbral. Entró en un local de las callejuelas de Montmatre y vio que un hombre de rasgos orientales le tendía un objeto extraño. El hombre le indicó por gestos su uso. Charlie se tumbo en uno de esos divanes que popularizó Freud y a su ciencia años después e inhalo de la pipa todo lo fuerte que pudo, aguantó la respiración y cuando se sintió mareado dejó ir el humo que salió espeso cubriéndolo todo de una oscuridad vaporosa. Charlie se asustó, empezó a llamar, a dar gritos pero nadie acudió así que se levantó y a gatas cruzó la espesa bruma.
Al abrir los ojos vio cosas maravillosas desconocidas para él: estaba en una playa infinita de arena dorada y en el agua saltaban peces de todos los colores como si fueran mariposas que revoloteaban juguetonas con las olas del mar. Entonces de la espesa vegetación que se hallaba a sus espaldas salió la chica más hermosa que había visto jamás: largos cabellos rojos que acababan en unos bucles perfectos, sus ojos eran enormes, como una almendra de un verde esmeralda puro y cristalino y su boca pequeña y roja parecía hecha expresamente a juego con su hermosa cabellera, la chica era de un blanco impoluto, su piel era tan fina y blanca que trasparentaba todas las ramificaciones venosas. Daba hasta grima en pensar de tocarla. Charlie no se movió absorto por esa visión hasta que los labios de la chica se unieron a los suyos. Era eso. Charlie había estado esperando un fuego como ese toda su corta vida, esa punzada en el corazón, ese quedarse sin aliento por la pasión arrebatadora que lo engullía. Charlie se sintió levitar. De pronto un trueno ensordecedor le devolvió a la vida, un volcán vomitaba lava y rocas como un poseso. Demasiado ruido, demasiados gritos, la tierra temblaba bajo sus pies pero él no podía moverse, estaba petrificado, veía el torrente de lava avanzar hacia él y ¿ la chica? ¿dónde estaba la chica?. Se había desvanecido. El temblor y el calor le impedían pensar. Un estruendo le hizo abrir los ojos. La cara de su madre estaba delante de él que le regañaba, le zarandaba, sus palabras empezaban a cobrar sentido. Lo habían encontrado en la calle, desmayado y sudando a mares. ¿Acaso todo aquello había sido un sueño?. Aún con la mente turbada por la fiebre y por el recuerdo se sentó en su escritorio y empezó a escribir un poema en prosa que tituló “Los Paraísos Artificiales”.
© Carme Folch, 2011.
10 de febrer 2011
"EL OPIO DEL PUEBLO" un relato decimonónico
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