21 de gener 2011

"EL GATO NEGRO"


Harvey era un chico normal de Carolina del Sur. Nació una estrellada noche del 29 de febrero de 1968. Creció en una buena familia llena de amor que le colmaban de atenciones. Pasó una adolescencia difícil, no mejor de cualquier otra, pero agraviada por su “problema”. Harvey era gay. Lo supo en cuanto vio el nuevo maestro de secundaria. Mr. Thompson, un cuarentón bien parecido, atlético y muy buena persona. Un buen hombre, muy viril, muy masculino. Era un modelo perfecto para sus alumnos y un posible amante muy codiciado por todos aquellos adolescentes con las hormonas alteradas. Harvey soñaba cada noche con él. Tenía esa clase de sueños penetrantes y “reales” que hacen que uno se levante sudoroso y angustiado pero se tranquiliza enseguida al comprobar que todo era un sueño, un alivio que en su caso se convertía en turbamiento y confusión por haber tenido ese tipo de sueños, o de malos sueños. Sueños demasiado comprometidos para tan corta edad y para el Estado y la familia tan conservadores en los que vivía. Malos tiempos para empezar a sentir que no era uno más. Por suerte, Harvey tenía un gato de pelo ralo y negro al que llamaba Lucky. Adoraba ese gato. Acariciarle y hacerle todo tipo de mimos le tranquilizaba. Lo había encontrado rondando entre la basura cuando era un cachorro con apenas un mes de vida y se enamoró de él a primera vista. A su padre no le hizo mucha gracia cuando se lo presentó pero por su hijo era capaz de adoptar ese gato y todas las pulgas que lo acompañaban.

Su padre era un ser especial, un superviviente. Uno de esos tipos de la llamada Generación de la Resistencia. Un tipo con suerte que había trabajado duro y la vida no se lo había puesto demasiado fácil. Había vuelto entero de la Guerra de Corea, luego fue llamado otra vez a filas para la de Vietnam pero desertó al quedarse viudo. Su excusa era bien legítima había de quedar al cuidado de su pequeño Harvey. Esa excusa le parecía lo bastante justificada para sacrificar una inútil masacre para criar a su hijo. Estaba seguro que Harvey lo entendería algún día. No todos los hombres se sienten más hombres empuñando un fusil. El padre de Harvey era uno de ellos. Creía en la paz, en el diálogo, en la humanidad, un iluso en los tiempos que corrían, un romántico. Así nació Harvey fruto del amor entre seres rebeldes y libres pero la mala estrella no quiso que el chico conociese a su madre que murió al darle a luz.

Harvey no había conocido pues a su progenitora pero esa carencia fue anecdótica. Su padre hizo de padre y de madre a la vez, además se encargó de que el niño la tuviese bien presente en su memoria. Le contó todo: cómo se habían conocido, cómo se habían amado y cómo fue Harvey un fruto de su amor, querido por los dos hasta que la vida dejo al marido sin esposa y al niño sin madre.

Su padre era un santo barón que se desvivía por él. Le educó, le formó como persona, como ciudadano respetable, como futuro buen marido y un futuro padre. Se veía a sí mismo en un futuro como un abuelo orgullosos e su hijo y de sus nietos. Pero esas enseñanzas quedaron en meras teorías. Harvey era especial por mucho que su progenitor lo intentara ocultar, disfrazar o incluso negar. Eso le dolía en el alma, lo consideraba su error personal, aun sabiendo que los científicos no habían hallado explicación a tal problema y se sospechaba que era un mero producto del capricho de la Madre naturaleza. Harvey era gay y su padre se culpaba de ello. Se le desgarraba el corazón cuando veía al chico con otros muchachos. No pedía nada, sólo un hijo normal. Había fallado en algo pero por más que repasara una y otra vez en su cabeza cada momento no encontraba en qué se podía haber equivocado. Era lo único que tenía en el mundo, su más preciado tesoro. Deseaba lo mejor para él y sabía que en aquellos tiempos esa postura sería su condena. Todo el mundo preconizaba la libertad: cantos de amor libre, vítores a la libertad de expresión, a la Naturaleza, mientras en la sociedad los gays eran hundidos en la miseria por esos seres hipócritas que decían ser amigos suyos o morían de esa terrible epidemia de sodomitas, como la llamaban; esa condena a muerte, el Sida.

El padre de Harvey sabía lo que esto significaba. Había visto agonizar y morir muchos amigos suyos por culpa de ello y no estaba dispuesto a que su hijo pudiera morir algún día víctima de esa maldita epidemia. A pesar de que daría su vida por su hijo y no lo podía tolerar tampoco lo podía evitar. Harvey era así y no había vuelta de hoja. Su padre, antes de perder a su hijo, acabó por aceptar su condición. Entendió que Harvey asumía el riesgo, que era como era, pues era su felicidad lo más importante para él y eso le bastaba, aunque la procesión iba por dentro sabiendo el peligro al que se exponía. Desde siempre había sufrido pensando qué pasaría si le ocurría algo al chico, así que le sobreprotegió pensando que de esa manera ahuyentaba los fantasmas de amigos del ejercito que había visto sufrir accidentes, amputaciones o incluso morir.

Cuando descubrió lo de Harvey, se le vino el mundo abajo. Había intentado prevenir a su hijo, disuadirle a tierna edad cuando éste había mostrado los primeros signos de su tendencia sexual pero al final se resignó y lo aceptó era Harvey, fuera como fuera, era su hijo, su mayor tesoro, así que entendió que sufriría por él toda su vida, como cualquier buen padre.


El amor es poderoso y puede con todo. El amor de padre por su hijo fue suficiente, pues. El padre de Harvey lo apoyó en todo pues se desvivía por él: toleró su gato, sus descalabros de adolescente, sus amistades, sus amoríos, incluso un posible matrimonio que luego acabo en nada con un hombre de casi su misma edad. Su padre lo amaba por encima de todo, tanto que incluso pensó en el futuro y en darle todo lo posible para asegurarle una vida larga y plena. Su hijo era joven le quedaba mucha vida eso quería decir mucha felicidad pero también mucha exposición a riesgos de todo tipo por lo que pensó en lo que sería mejor para él. Como no tenía posesiones materiales ni mucho dinero, decidió que si moría él primero, como era de esperar, donaría todos los órganos compatibles a su hijo en caso de que éste tuviera algún percance o alguna enfermedad y los necesitara, Dios no quisiera. Nunca le reveló este secreto en vida.

Tiempo después, el gato de Harvey, viejo y ciego, empezó a mostrar un comportamiento extraño. Maullaba, defecaba y deambulaba topando con todo aquello que encontraba a su paso. Desorientado, el gato salió caminando por la terraza y se alejo dando tumbos por la calle. Habían pasado los años Harvey era un abogado de éxito, su padre estaba muy orgulloso de él cuando estaba lúcido. El pobre viejo se veía afectado por una senilidad aguda que le hacía perder la noción del tiempo y del espacio por momentos. Un día, su enfermera lo encontró sin sentido dentro del baño, por lo visto había resbalado y se hallaba tirado en el suelo, sin sentido. Rápidamente, la ambulancia lo condujo al hospital. Al girar la esquina a gran velocidad se cruzo en su camino un gato negro que corría alocado, seguramente asustado por la sirena del vehículo. El conducto, un chico joven con muchos reflejos pero poco tacto, dio tal volantazo que la ambulancia se precipitó por el puente de la Calle Brooklyn con la Noventa y dos. El vehículo quedó aplastado. “Siniestro total”, según los informes periciales. El asfalto era todo piezas, sangre y restos humanos esparcidos varios metros por toda la zona. El resultado de tal catástrofe fue que Harvey perdió el gato, a su padre y sus órganos de repuesto en el incidente. Destrozado por la tragedia Harvey se cortó las venas. Dicen que en las noches de luna llena se oye merodear un gato por el cementerio y dicen que el animal maúlla a la luna recostado sobre la tumba de un abogado de éxito que murió de forma trágica. Nadie ha visto nunca al animal.

© Carme Folch, 2011.